Es 18 de septiembre y por una estrecha escalera que parece no conducir a ningún lugar va lento y pensante Pablo Neruda. Hace poco ha dejado “La Sebastiana” y se apronta a tomar el ascensor Florida. Está contento, pues hoy celebrará un nuevo aniversario de la inauguración de aquella casa alada y firme, un poco solitaria y de vecinos casi invisibles.
La escalera que parece no llegar a ninguna parte desemboca en un pasaje escondido en las caderas del cerro, dibujado entre los límites imaginarios que trazan los colores de sus casas y que lleva por nombre el de Prefecto Lazo.
Luego de dar algunos pasos llega hasta calle Marconi (Guglielmo Marconi), premio Nobel al igual que él, quien por haber desarrollado la telegrafía sin hilos, jamás haber estado en Valparaíso, y menos haber legado a gran parte del mundo su poesía imperecedera, apellida una calle del cerro Florida. Pero a Neruda aquello no ha de importarle.
Al entrar al ascensor y captar las miradas de sus compañeros de descenso decide echar la vista al pacífico, y tal vez quién sabe, recordar: “Que se entienda, te pido, puerto mío, que yo tengo derecho a escribirte lo bueno y lo malvado y soy como las lámparas amargas cuando iluminan las botellas rotas”.
Casi 50 años más tarde “Santiago es Chile” se sumía en un delirio insostenible por celebrar a como diera lugar sus 200 años pretendiendo para ello comprimirlos en sólo cuatro días y una cápsula. Pero por suerte no todo estaba perdido.
Los vecinos del pasaje Prefecto Lazo hubieron de organizarse para celebrar estas fiestas patrias al compás de notas más amables y sin la necesidad de izar mega banderas. En aquella fiesta de barrio no se exaltó el chovinismo que por estos días fue el pulso obligado del país, por el contrario, el pasaje fue adornado con ramas de eucaliptus, banderitas chilenas y la alegría de los niños que corrían ensacados mientras el cielo se cubría de volantines.
Un poco más arriba una vecina con mano de monja ofrecía empanadas de horno al resto de sus vecinos. Deliciosas, con tres aceitunas, carne en trozos, cremosas y capaces de noquear al más estricto de los paladares.
En esas fiestas pudo rescatarse el paso cansino del Chile de antaño que no requería de grandes supermercados ni malls con puertas automáticas y escaleras mecánicas para abastecerse y poder disfrutar junto a los suyos de esas fiestas con gusto a campo y que recuerdan los albores de nuestra independencia.
Aquí existen los almacenes de barrio, con olor a pan y gatos echados en el mostrador haciendo las veces de guardia, sus puertas siempre están abiertas y de sus escaleras de piedra a lo más crecerá el musgo y unas cuantas flores.
Así, entre niños jugando, vecinos, barrio, cerro, parrilla en la vereda, banderitas al viento y una que otra vecina primorosa capaz de hacer entonar el mea culpa al solterón más empedernido, hubo de conmemorarse el inicio de nuestra vida independiente, alejado del mundanal carnaval dieciochero y a la sombra del poeta que aquella tarde, seguro estoy, vi caminar fugaz entre la multitud y la música rumbo a “La Sebastiana”.